10 Días de voluntario en un centro Vipassana
Después de experimentar dos retiros de silencio de 10 días que transformaron mi vida, sentí una profunda gratitud hacia la organización y una gran curiosidad por descubrir los secretos detrás de esos retiros. Adentrarme en el camino del Dhamma ha ampliado mi percepción de las causalidades en la vida. Antes, mi mente inquieta no lograba captar las sutilezas que influyen en nuestro día a día. Sin embargo, esta vez, un amigo y maestro decidió unirse a mí en este viaje, y ambos nos instalamos en diferentes dormitorios: yo en el de los servidores y él en el de los alumnos.
Sin embargo, días antes de comenzar, mi cuerpo luchaba contra un leve resfriado. Parecía que mi subconsciente se resistía a embarcarse en esta experiencia. La preocupación se apoderó de mí, pues no deseaba enfermarme y tener que enfrentar diez días consecutivos en la cocina. La idea de renunciar cruzó por mi mente, pero sabía que en el fondo era el miedo a lo desconocido lo que intentaba sabotearme. Utilicé todas las herramientas terapéuticas y cognitivas a mi alcance para romper este bloqueo y sanar mi cuerpo, incluyendo el poderoso Ho’oponopono, una técnica que en el pasado había resultado efectiva en situaciones similares.
Finalmente, llegó el día esperado y me sentía considerablemente mejor. Durante el primer día, se presentó el equipo completo de trabajo en la cocina: éramos diez personas. Se asignaron tres roles clave: una coordinadora general, un coordinador de la cocina y un coordinador del comedor, este último dividido entre hombres y mujeres. A mí me correspondió el rol de coordinador del comedor masculino, siendo mi responsabilidad asegurarme de que estuviese siempre limpio y ordenado.
El primer día fue hubo algo de caos. Todos nos ayudábamos mutuamente sin tener claro dónde se encontraba cada utensilio o ingrediente, lo cual dificultaba el flujo de la cocina. Sin embargo, a pesar de los contratiempos, logramos tener la comida lista a tiempo y sin problemas. De los diez voluntarios, solo uno tenía experiencia previa en este lugar como servidor. Era un hombre encantador que ya llevaba dos meses alternando entre retiros y servicios voluntarios. Hablaba de como encontró la paz tanto en el servicio como en la meditación y planeaba sumergirse diez días adicionales de silencio en el próximo curso. Es innegable que la paz se convierte en una adicción cuando la experimentas.
Nuestra rutina diaria seguía un horario estructurado:
- 5:00: despertar y preparar el desayuno.
- 6:30: desayunar junto a los alumnos.
- 7:00: limpieza y recogida.
- 8:00: sesión de meditación.
- 9:00: inicio de la preparación de la comida.
- 11:00: servir y comer.
- 11:30: limpieza y orden.
- 12:00: descanso.
- 13:00: reunión diaria de organización.
- 14:00-16:00: meditación.
- 16:00: preparación anticipada para el siguiente día.
- 17:00: apertura del comedor para que los alumnos tomen fruta, café o té.
- 18:00: meditación.
- 19:00: charla de la noche.
- 20:00: última sesión de meditación del día, seguida de una breve reunión con el profesor.
- 21:30: hora de dormir.
En promedio, meditábamos de 3 a 5 horas al día, además del intenso trabajo en la cocina. Esta experiencia me hizo comprender que es posible meditar y trabajar arduamente, sin excusas que lo impidan. Nuestra coordinadora, una joven proveniente de San Luis Potosí, irradiaba una energía especial que contagiaba a todos. Aunque el grupo estaba compuesto por personas diversas, como amas de casa, ingenieros, músicos y aventureros, todos compartíamos la misma voluntad de hacer que las cosas funcionaran. No hubo peleas ni desacuerdos entre nosotros. Recuerdo que uno de los compañeros se resfrió en el quinto día, y todo el grupo se unió para ayudarlo de alguna manera. Lo más sorprendente fue que, en lugar de dejarse vencer, él redobló sus esfuerzos en el trabajo.
En una fría mañana, mientras trapeaba el comedor a las cinco de la mañana, mi mente penso. Si alguien me hubiese dicho hace 10 o 15 años que me levantaría tan temprano para limpiar un comedor en temperaturas cercanas a cero grados, sin recibir ninguna compensación económica, le habría tachado de loco. Pero allí estaba yo, viviendo esa experiencia. Durante gran parte de mi vida, las tareas domésticas habían sido una carga para mí, aunque en realidad no lo eran. La verdadera carga radicaba en mi propia mente y las percepciones negativas que les atribuía.
Durante esos días, profundicé mi conocimiento sobre la historia y el funcionamiento de la organización Vipassana, lo cual comparto en este artículo. Hice nuevos amigos y adquirí un sinfín de conocimientos sobre la convivencia, la cocina, salud y la complejidad y sacralidad de preparar alimentos para grupos numerosos. Nuestra comida estaba impregnada de metta (paz, amor y felicidad) al punto de que un día el profesor nos pidió que no la hiciéramos tan deliciosa, especialmente los postres, ya que estábamos generando deseos y apegos en los alumnos, perturbando su trabajo para calmar la mente y superar sus aversiones y deseos. Lo tomamos como un cumplido.
El último día fue el más especial de todos. La energía positiva era abrumadora y los asistentes nos mostraron un agradecimiento desbordante hacia los servidores. Mientras un compañero y yo limpiábamos el comedor, uno de los participantes, un personaje muy pintoresco, nos agradeció efusivamente por la exquisita comida y comenzó a aplaudir. Pronto, todos se unieron en un aplauso espontáneo. Mario y yo nos ruborizamos de vergüenza, pero con gestos les pedimos que se detuvieran, ya que los aplausos estaban prohibidos en el centro. Aunque fue un acto natural e impulsivo, resultó conmovedor.
Sin duda, las lecciones más transformadoras las aprendí en este lugar llamado Dhamma Makaranda.